Noche

Pegaso (Fumiaki Kawataha). Tomado de Internet

Me escondo debajo de unas sábanas suaves, debajo de una oscuridad titilante que se derrama por la esquina rota de una ventana. Siento que me hundo en un espacio predestinado donde está untado mi sudor desde antes que yo lo sintiera brotando, tímido, pegado a mis faldas, a mis rodillas, a mis días, a mis pies; prueba irrefutable del cansancio de vivir.

Cuando llego justo ahí, punto ciego de la noche, y preparo mi testamento como siempre y me recuesto en el plácido ataúd de mi descanso, en el rincón más escondido de la oscuridad, me asalta un rumor que confundo con letanías: quién rezará por mí, quién me estará acompañando en estas absurdas horas, dónde es esto. ¿Es esto la noche eterna? No te veo, papá, venirme a buscar; ni a ti, chiquita, mover la cola. Es un caudal, un arroyo, un arrullo; cánticos indelebles en la morena piel del cielo que aprovechan el inmediato y certero performance de un rayo para dar en el blanco pecho desnudo; entonces escucho de cerquita cómo van cantando sirenas en mis venas y más allá, las sombras danzando, descubren un Pegaso de origami en la pared de enfrente, que justo se acaba de derrumbar en silencio para no despertar a los recién incubados sueños. Mientras, la vigilia divisa una víspera, ronronea una, dos, tres veces, y se acomoda en mi cabello, como gato holgazán en su hora predilecta para demostrar en vivo su fama de ocio y desdén; como enredadera ávida de empezar a retorcer hilos y parir caminos de flores para tapizar desolaciones. El canto enardecido de un zorzal azorado que pasa rozando la oscura quietud rítmica es el aviso de mi próximo destino. Lo supe después que descubrí en la luna el reflejo de tus manos esculpiéndome un nuevo día.